Consumir solidaridad
Por Roberts, para Unglobal.
Desde hace tiempo pienso que la palabra “solidaridad” que antes significaba tantas cosas, se ha prostituido por dinero, hasta acabar con la poca coherencia que tenía. Nos hemos convencido a nosotros mismos que “solidaridad” significa hacer pequeños o grandes esfuerzos para ayudar a los que necesitan nuestra ayuda, y que esto es bueno. Lo que es peor, este concepto nos gusta, nos satisface, rellena ese hueco que odiamos tener vacío.
Somos especialistas en dejar que unos pocos definan nuestro mundo como ellos quieran, o que definan “solidaridad”, para después hacer nuestra esa definición, como si siempre hubiéramos estado de acuerdo. De este modo la “solidaridad” se convierte en un capricho más, algo que podemos elegir hacer o no, por simple placer, por libre elección, porque queremos. La hemos definido como dar a cambio de nada algo mío, sin que nadie me obligue a hacerlo, simplemente porque yo soy bueno, soy solidario.
Y esto es muy cómodo. Nos hace sentir bien, nos hace sentirnos héroes. Nos evita cuestionarnos si eso que yo doy por libre elección realmente me pertenece. Nos evita preguntarnos si esos a quienes destino mi solidaridad necesitan esa acción, o si por el contrario necesitan un cambio en las normas, las estructuras, que les permita negociar y pelear la satisfacción de sus necesidades. Crea una relación de dependencia que disfrutamos: ellos dependen de mi, de lo que yo les de. Nos hace relacionar automáticamente “solidaridad” con algo bueno, y que además yo mismo puedo hacer, razón por la que sentirme orgulloso, satisfecho, realizado.
Y de aquí damos un salto a consumir esa solidaridad a pequeñas dosis, las pequeñas dosis que yo necesito. Las desigualdades, la miseria, el hambre, la injusticia, existen. Pero cada uno las percibe y las relativiza de una forma. A lo mejor a ti te basta una dosis de una pulserita blanca “pobreza cero”, una chocolatina de comercio justo, comprar un producto cuyo fabricante donará un porcentaje de su precio a los más pobres y, pongamos... sacar una vez al mes el tema de conversación con tus amigos de lo mal que va el mundo. A lo mejor yo necesito una dosis mayor para aliviar ese sentimiento de vacío de no entender por qué yo tengo y otros no, y esa dosis consiste en participar como voluntario en una campaña de recogida de alimentos, y por qué no, dedicar un verano a un proyecto de cooperación al desarrollo.
Podemos consumir la dosis que necesitemos al ritmo que queramos, sabiendo que todo lo que supere un mínimo de, digamos, un donativo anual a algo, será bueno, y una elección solidaria libre que tomo por decisión propia, porque estoy “concienciado”.
No estoy diciendo que seamos todos malos malísimos. Para nada. Incluso aquellos cuyo vacío no se llene de esta manera, y sientan que tiene que haber algo más, algo diferente, sabrán que es imposible (¿sí?, ¿en serio?) escapar del juego de la “solidaridad”. Saben que a su nivel, no pueden hacer otra cosa que ser solidarios, en mayor o menor medida, con mayor o menor compromiso, saciando esa sed de justicia con pequeñas dosis “placebo”, y patalear de vez en cuando, hasta que el momento de crisis interior se pase. Ese momento siempre se termina desvaneciendo, una y otra vez, después de todo.
Los que queden dentro de unos años se preguntarán, seguro, como fuimos tan imbéciles, como fuimos tan egoístas, tan inhumanos, tan borregos, y como no decidimos detener la destrucción del mundo cuando lo teníamos tan cerca de la punta de los dedos. Cuando rebusquen en el pasado descubrirán que teníamos la excusa perfecta para todo eso: éramos todos solidarios. ¿Qué más podíamos hacer?
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