- Bastian - Will - Roberts -

13 de agosto de 2005

Vuelcos (2)

Por Bastian.

Vuelcos de revoluciones ansiadas.

Porque la palabra desarrollo no existe sin una palabra mucho más grande: Justicia. Y aquí, mucho antes que el desarrollo, falta la justicia.

Lukas Takoupou tiene unos cuarenta y tantos años. Es alto, delgado y de constitución fuerte. Aunque algunos miembros de su familia son ricos, gente de ciudad, él vive en una pequeña casa de bambú al lado del río. El bambú es su casa, su vida, su trabajo. Fabrica taburetes y otros muebles sencillos de bambú, y los vende a algo menos de 100 Francos (15 céntimos de euro). También cultiva calabazas, plátanos de diferentes variedades, manioc, patatas, etc.

Camina a menudo con una radio ya bastante vieja pegada al oído, y viste con ropa que debe haber pertenecido a mucha gente, después de que llegara a través de campañas internacionales de donaciones de ropa usada (Esas en las que las madres dan las camisetas de Pokemon del mercadillo ya gastadas). Me ha contado ya miles de veces que su sueño es tener un par de esposas que le cultiven el campo, y me ha preguntado otras miles de veces si sería fácil para él encontrar alguna mujer europea, aunque me ha dicho que sabe que sería difícil porque en Europa buscan a hombres inteligentes, y él casi no ha podido ir a la escuela.

Me enseña la foto de una joven, y me cuenta que está intentando hacerla su mujer. En Noviembre, conoció a un joven que venía de la ciudad y tuvo que pasar noche en Baneghang. Éste le habló de su hermana, y se la propuso como mujer. Lukas envió con el joven una carta pidiendo la mano de la chica a su padre, explicando que era campesino pero que tenía suficiente tierra como para prestarle una parcela a la mujer. En la carta incluyó un billete de mil francos (un euro y medio). La respuesta del padre fue que sólo se la daría por esposa a cambio de veinte mil francos (30 euros) y dos sacos de sal. Lukas está ahora intentando ahorrar.

De todos modos, el otro día me preguntó por mi teléfono móvil, cuando lo vio. Me ha explicado que ha visto teléfonos móviles por sólo veinte mil francos y que quiere comprarse uno. No sé por qué se decidirá finalmente.

Los cimientos de lo que está bien y mal se tambalean, sin que nadie se atreva a juzgar la causa. Aquí no se pueden determinar culpables. Sólo hay víctimas de la ausencia de una revolución que aún está por venir.

Vuelcos de un capitán pirata.

Will vuelve a bailar dulces melodías sordas bajo la lluvia. Roberts suspira con la mirada perdida en lo más lejos de los reflejos de los charcos, sin certezas, pero con el valor de enfrentarse al destino que tenga que venir a sus manos vacías. Mira a Jerad, y se descubre imaginando vivir un futuro que aún tiene que trabajarse.

Jerad es el enfermero jefe del centro de salud comunitario de Baneghang. Tiene sólo 26 años, y llegó aquí hace poco menos de un año y medio, sin hablar una palabra de francés ni Nguemba. Devoró sus miedos a no saber nada con la avidez de quien se siente capaz de todo. Es un héroe, y no por lo que él cree de si mismo. Por lo que la gente ve en él. Se ha convertido en un símbolo de superación, de lucha, una persona en la que se puede confiar, y que todavía es un niño a veces. Y eso lo hace aún más humano, más persona, mejor.

Yo continúo con una rodilla en el suelo, un brazo apoyado en la otra, y cinco yemas jugando con el agua de lo que sólo es un charco, pero que ahora se me antoja como un proceloso océano. El cielo está ahí abajo, al alcance de mis manos. Al levantar la mirada veo a mujeres que portan pesados fardos sobre sus cabezas, por un camino que atrapa los pies con un barro denso y fuerte. Me levanto, en pie, y me siento pequeño, anónimo. Aquí nadie pensaría que he cruzado mares, enfrentado dragones y librado batallas con un cuchillo entre los dientes.

Estoy rodeado de héroes que sacrifican su vida a diario, que se levantan a las 5 de la mañana con una dignidad que supera todo lo conocido, y que cambiarían el rumbo de la órbita terrestre si pudieran cortar las cadenas y los grilletes que un desgraciado les puso un día. Todos conocemos a ese desgraciado, su egoísmo, su avaricia, pobreza de todo y desprecio de todo. Un desgraciado al que sentimos más que cerca, dentro, y al que nos avergüenza mirar. Un egoísmo que le arrebata la lógica a las lágrimas de coherencia de quien descubre que sólo se puede seguir avanzando hacia dentro, y que no hay vida sin muerte. Temblar de miedo al saber algo que otros no saben, al sentir algo que otros no sienten, y al conocer el rol que debe jugar cada uno. Eso, y no otra cosa, es ser capitán. Duele, pero también libera. Para algunos, esto merece una vida, la propia.

No hablo de futuro. Todo esto está más cerca que el futuro. Está ya aquí. Ntzele.

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