Vuelcos
Mi alma camina con pies llenos de barro, que cada vez pesan más y más. Un barro de silencios que nadie escucha o quiere escuchar, de una parcela de mi que ni yo mismo entiendo, y de sueños que tiemblan de frío.
Tanto tiempo en tierra firme me hace echar de menos la soledad de mi camarote, meciéndose con calma sobre unas olas que conozco bien. Hoy hace un mes que llegué aquí, y cada día es una prueba.
En cuclillas, sobre el barro del camino, mojo la yema de los dedos en una luna que la lluvia ha puesto para mi a ras de suelo. Juego con ella y no pienso, sólo siento. Hoy no quiero pensar en nada, quiero tener la mente en blanco, y rendirle pleitesía a mis vuelcos interiores, aquellos que como dice Neruda, sacan sonrisas de los bostezos y te invitan a arrancar de un manotazo todos los puntos de las íes.
Vuelcos de quien no se comprende.
Los ojos de 4 mujeres me atravesaban esta tarde, mientras decía convencido que la situación de una mujer no va a cambiar mientras todos sigamos pensando que es imposible que cambie. Porque, en ese caso, ¿por qué enviar al colegio a una niña que su mayor aspiración en la vida puede ser casarse y tener 7 u 8 hijos?.
Las mujeres de Baneghang coinciden en que ya no consiguen que con diez años los niños varones hagan nada en la casa. Son muy “cabezotas” y sólo quieren imitar a sus hermanos mayores y a su padre, que no trabaja nada.
En Baneghang, la mujer tiene derecho a que el marido le preste una parcela de tierra para cultivar. El marido es el dueño de esa tierra, pero ella puede cultivar en ella manioc, macabó, taro, liñam, arachides, maiz, etc. Por ello, la mujer está en el campo cultivando desde las 7 de la mañana hasta las 18 de la tarde, con sus hijas. Mientras tanto, el hombre irá a alimentar a sus cerdos, a buscar su vino de bambú, y a emborracharse al cruce con el camino a Bansoa Chefferie. Y estará allí desde las 9 de la mañana y hasta las 23 de la noche.
La mujer tiene la obligación de alimentar al marido, a los hijos, de pagarles la escuela, el médico, las ropas, etc. El hombre tiene la obligación de someter a la mujer, y el derecho a pegarle y castigarle si no cumple con el trabajo que él le ordena.
Y a mi me da vergüenza mirar directamente a esos ojos que me cuestionan el por qué de mi suerte. Porque no he hecho nada por lo que me merezca mis derechos, unos derechos que ellas no tienen. Unos derechos que deben tener sus hijas.
Vuelcos de quien se maravilla por todo.
Por la mañana hacía un sol impresionante. Nadie diría que la lluvia a partir de las dos de la tarde nos impediría bajar siquiera al centro de salud, a unos 200 metros de nuestra casa. En ese momento, la ilusión de un niño. Desnudarse bajo el cielo, detrás de la casa, y sentir como lo más sencillo de entre lo más sencillo es lo que te cala hasta los huesos.
Vuelcos de silencios que nadie escucha.
¿El por qué?. No lo entiendo ni yo. Sólo lo entiende un silencio que me lo cuenta en voz baja, sin que nadie más se entere de que me siento culpable de tenerlo todo. Es la arena en un cristal, son destellos de plata, pero sobre todo, es por un miedo irracional a robarme la poca coherencia que me queda. Y descubro que si además no me doy un tiempo para escucharlos, pronto los silencios dejarán de contarme sus locuras.
Vuelcos de añoranza.
Sentirles cerca sin poder decirles ni una palabra. Aunque a veces yo mismo me tengo al lado y tampoco me hablo. Ganas de abrazarles y reir con ellos.
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